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¿A quién deberías consultar: un psicólogo, psicoterapeuta, psiquiatra o psicoanalista? Todos están cualificados para tratar trastornos psicológicos, aunque no necesariamente los mismos (por ejemplo, una persona que sufre de trastornos psicóticos graves debe ser tratada por un psiquiatra), ni de la misma manera. La principal diferencia radica en el método de tratamiento. El método psicoanalítico —que es el que yo ofrezco— tiene como objetivo rastrear el origen de los problemas psicológicos, a menudo inconscientes y conflictivos, y fortalecer tus defensas frente a estos conflictos. La meta es ayudarte a gestionarlos mejor, para que dejen de obstaculizar tu desarrollo personal y puedas restablecer una relación más saludable contigo mismo y con los demás. En resumen, ayuda a revelar los contenidos de tu inconsciente —y ser libre de responder a ellos, o no. El psicoanálisis no se centra únicamente en los síntomas; se basa en un trabajo profundo e intensivo que busca desenredar las causas raíz de esos síntomas. Dicho esto, no significa necesariamente que el tratamiento será muy largo. Sea cual sea el tipo de apoyo o tratamiento que mejor se adapte a ti, la relación de confianza que construyas con tu terapeuta es esencial. Por eso te invito a una primera sesión de consulta, que no implica ningún compromiso más allá de permitirte ser escuchado con amabilidad por alguien que comprende profundamente las transiciones, la identidad y los desafíos culturales.
¿Qué pasa con los niños de tercera cultura? Un niño de tercera cultura es una persona que ha pasado una parte significativa de sus años de desarrollo fuera de la cultura de sus padres. Los niños de tercera cultura suelen establecer vínculos con todas las culturas que los rodean, sin llegar a tener un sentido de pertenencia completo a ninguna. Aunque pueden asimilar elementos de cada cultura en su experiencia vital, su sentido de pertenencia se basa en la relación con otras personas de trasfondos similares. Con el tiempo, aprenden a integrarse eficazmente en nuevos lugares y a adaptarse a entornos y experiencias distintas. Muchos se vuelven tan hábiles en hacerlo que se asemejan a camaleones: adaptan fácilmente su forma de vestir, su lenguaje y su estilo de relacionarse para reflejar el entorno en el que se encuentran. Los niños de tercera cultura a menudo parecen más maduros que sus pares, especialmente en la forma en que interactúan con los adultos y cómo perciben el mundo. La diversidad de sus experiencias de vida tiende a ampliar su perspectiva y a liberarlos del pensamiento dicotómico a una edad inusualmente temprana. Esto, combinado con sus agudas habilidades de observación —que les ayudan a adaptarse a entornos nuevos—, suele hacerlos especialmente sensibles a los matices y capaces de ver más de un lado en una situación. Además, desarrollan con frecuencia una gran habilidad para comunicarse con personas de otras culturas y orígenes. En cuanto a la amistad, tienden a formar conexiones intensas con los demás de manera bastante rápida. En parte, esta tendencia a establecer relaciones profundas y rápidas se debe a que suelen pasar directamente a hablar sobre experiencias universales —como pasiones, aficiones, familia y relaciones— en lugar de intentar conectar a través de temas más ligados a una cultura específica, como los programas de televisión o los equipos deportivos. No obstante, también enfrentan desafíos importantes, como el duelo no resuelto y la pérdida que acompañan a las mudanzas frecuentes. A veces, no logran desarrollar un sentido interno de seguridad, aunque desde fuera pueden ser percibidos como arrogantes. (A Life Overseas, Dave Pollock et al., Third Culture Kids: Growing Up Among Worlds)
Entre lenguas. En Lost North, Nancy Huston describe el efecto que produce el contraste de lenguas derivado de la migración. Bajo su pluma, la situación del sujeto hablante se vuelve elocuente. Si los “expatriados” han abandonado su cultura y hablan varias lenguas, los “impatriados” nunca han salido del país donde nacieron. Los expatriados son ricos en identidades acumuladas y contradictorias; la infancia nunca los abandona, mientras que los impatriados se adormecen con una ilusión de continuidad y evidencia. Sin embargo, el hecho de entrar en una lengua extranjera en la edad adulta tiene el efecto de obligar al sujeto a instalarse para siempre en la imitación, (...) conscientemente, por así decirlo, ya que no existe discurso que no sea simulacro. El efecto es cruel: uno aprende a conocerse verdaderamente cuando sus propios rasgos chocan con los de la cultura que lo rodea. Uno se delata como extranjero por su aspecto físico, su manera de moverse, de preguntar, de vestirse, de pensar, de reír. El expatriado observa e intenta poco a poco ajustarse, escoger actitudes. Pero la lengua no puede realmente ser domesticada. La particularidad de la lengua materna —a diferencia de una lengua adoptada— es que se aprende sin reglas, por imitación. La gramática y la sintaxis se adquieren por ensayo y error, y una vez aprendidas, la lengua materna se vuelve inamovible, “fundida en el bronce de los primeros tiempos”, dice Nancy Huston (...). El extranjero está así condenado por principio a la imitación en una lengua adoptada, porque arrastra consigo varias décadas de vida neuronal, (...) hábitos endurecidos y memorias congeladas. Su lengua es incapaz de improvisar. Si a veces logra un buen resultado, es porque actúa (...). El extranjero imita, se esfuerza, mejora, aprende a dominar una lengua con mayor o menor éxito, pero siempre queda un pequeño “algo”: un rastro de acento, una melodía que el impatriado espera detectar. Entonces, la máscara se desliza y aparece el “yo verdadero”... ¿Pero qué es el “yo verdadero”? (...) Entonces comienza un juego cruel de adivinanzas sobre su origen. El expatriado simplemente intenta agradar hablando como tú, hablando contigo. Nancy Huston declara, en lo que a ella respecta, que habla parisino en París y quebequense en Quebec. Adapta su vocabulario evitando palabras abstractas, palabras intelectuales, palabras parisinas, canadienses, feministas, literarias… En resumen, solo quedarían las palabras concretas, excepto —concluye— “que también se puede pasar la noche sin abrir la boca”... Un haitiano en Montreal, un alemán en París o un chino en Chicago es una persona partida en dos: una persona así “¡tiene una historia!”, dice N. Huston. Quien conoce dos lenguas, conoce dos culturas; es más civilizado, menos tajante que un expatriado monolingüe. Una lengua extranjera es, por un lado, una bendición, y por otro, una auténtica carga, porque detrás de la máscara del extranjero, el rostro ha cambiado. Esto va muy lejos, porque incluso al regresar a casa, los seres queridos ya no reconocen la lengua materna del expatriado. Ha desarrollado un acento en su propia lengua natal. Dice palabras extrañas, habla de forma ridícula, comete errores, busca las palabras. Nancy Huston lanza la pregunta: “¿Quiénes somos si no tenemos los mismos pensamientos, los mismos fantasmas, la misma actitud existencial, ni siquiera las mismas opiniones en una lengua y en otra?” (Language and Psychoanalysis, M.-J. Segers)